Oscar Úbeda
Estos días de fiesta despiertan las emociones encontradas del
pueblo. En Nicaragua el 15 de agosto el pueblo leonés –con el tiempo, más
departamentos se unen- celebra la gritería de penitencia en agradecimiento a la
Madre del Cielo que escuchando las plegarias de sus hijos va al Hijo para pedir
auxilio para ese pueblo que a simple vista sería exterminado por la fuerza
imponente del Cerro Negro. Qué hijo que se sabe amado, ¿no honra a su madre? Y
no lo expreso solo por Jesús, sino también por el pueblo nicaragüense.
Esta celebración merece, a mi pensar, ponerle un poco de
atención.
Los nicaragüenses tenemos la fama de ser bien marianos, ante
ese grito imperioso de ¿quién causa tanta alegría? Donde sea que se encuentre
responde con fuerza: ¡La Concepción/Asunción de María! Pero no solo en el
grito, sino en la manera tan sublime de los pinoleros por dar a conocer el amor
a María. Nuestros pueblos llevan su nombre, nuestros templos la tienen por
titular o por patrona, las diócesis celebran su cuidado, su atención, nuestro
país la tiene por patrona, reina, señora, dueña de nuestro corazón. Nuestro
pueblo la lleva en su corazón y de enero hasta diciembre la celebra en todas
las advocaciones que el tiene para acudir a ella en sus aflicciones.
María, la niña guapa, la niña Virgen y campesina le dio gozo
a su pueblo que la ama, prestando atención a la guerra y dando un mensaje
certero y seguro en Cuapa al posterior curita Bernardo Martínez. No quiso
mostrarse con ropajes de doncella, sino con la sencillez de la campesina. María
ha acompañado a Nicaragua en todas sus gestas heroicas: las civiles, las
religiosas, las históricas, las personales. Una madre que sufrió sabe cómo
duele el corazón cuando matan a tu hijo, ahora entonces también consuela a las
madres que han perdido a sus hijos por la fuerza diabólica y destructora del
régimen.
El dogma de la Asunción de María a los cielos, más allá de
algo que debe ser asumido porque la Tradición lo atestigua, es un dogma que nos
orienta a pensar en que la vida terrena es una preparación, un momento, una
oportunidad para ser plenamente hijos en el Hijo, hijos del Padre en el corazón
de María. Hijos que a pesar del dolor tienen puesta su fe, su esperanza, su
convicción y certeza de que la Madre del Hijo supo ser mujer, madre, creyente,
modelo, testigo… eso le hizo ser merecedora de gozar ahora cara a cara con su
DIOS.
Que este tiempo de penitencia no pase desapercibido para
preguntarnos: Si muriera ahora ¿merezco ser elevado al cielo? Y si la respuesta
es sí, sigue con la gracia de tu lado. Si la respuesta es no, entonces pon tu
mirada hacia el Cerro Negro y atrévete a decirle a María:
Señora mía, Santa María, líbrame de este volcán que quiere
destruir mi corazón, y te prometo cada año para estas fechas dar testimonio de
las maravillas que ha hecho el Señor en mí, a través de tu humilde mirada.
Tengo la certeza Madre, que sabrás acompañarme en este proceso de
santificación.