Con una llamada a la
globalización de la solidaridad, la Conferencia del Episcopado Latinoamericano
expresaba en su documento de Aparecida (2007) su preocupación por un nuevo
fenómeno, peor que la opresión y la explotación: “la exclusión social”. Con este
fenómeno “queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la
que se vive, pues ya no se está abajo, en la periferia, o sin poder, sino que
se está afuera” (n. 65). Los excluidos –se añade– no son solamente
“explotados”, sino “sobrantes” y “desechables”.
El documento se refiere
repetidamente al hecho de la exclusión, como refuerzo de la renovada “opción
por los pobres”, que Benedicto XVI ratificó en su discurso inaugural de
conferencia en Aparecida, el 13 de mayo de 2007: “La opción preferencial por
los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho
pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9)”.
A este propósito, en un
congreso de la Academia Internacional de Teología Práctica, celebrado en Chicago,
un colega alemán nos recordaba que los evangelios fueron escritos en un tiempo
en el que había muchos “excluidos”, es decir, personas que quedaban “fuera” de
la sociedad –por ejemplo, a causa de algunas enfermedades, o de las relaciones
con el Imperio Romano, o por comportamientos que se consideraban reprensibles,
etc–. Jesús rompió estas barreras, inaugurando el Reino de Dios. Un mensaje y
una realidad de salvación, plena y verdadera, que incluye a todos y no excluye
a nadie.
En la tercera encíclica de
Benedicto XVI no se emplea la expresión “exclusión social”, pero se habla de
ella y también, análogamente, de alguna otra “cara” de la exclusión. Tres
pasajes de la encíclica iluminan poderosamente la cuestión de la “exclusión”.
El Papa se refiere concretamente
a “los países excluidos o marginados de la los circuitos de la economía global”
(n. 47), que deberían beneficiarse de iniciativas empresariales que contribuyan
a la humanización del mercado y de la sociedad.
En un plano diverso, se habla
de “la exclusión de la religión –particularmente la cristiana, pero no
exclusivamente– del ámbito público” (n. 56). Esa exclusión, junto con el
fundamentalismo religioso “impiden el encuentro entre las personas y su
colaboración para el progreso de la humanidad”. Como consecuencia, “la vida
pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor
y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien
porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce
la libertad personal”. Resumiendo, en el laicismo y en el fundamentalismo se
pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración
entre la razón y la fe religiosa; ésta pérdida comporta un alto coste para el
desarrollo de la humanidad.
Por último, en la conclusión
de la encíclica, se subraya: “El humanismo que excluye a Dios es un
humanismo inhumano”, pues “sin Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco
logra entender quién es”. Al reconocer que Dios llama a cada persona a formar
parte de su familia como hijos suyos, se abre la capacidad de forjar un
pensamiento nuevo y concitar nuevas energías al servicio de un humanismo
íntegro y verdadero. “Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del
desarrollo es un humanismo cristiano” (n. 78)
Con otras palabras del mismo
pasaje, “El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no
definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos”.
Así se puede ver cómo la
exclusión de los pobres –tanto de las personas singulares como de los pueblos y
culturas insuficientemente desarrolladas– no es independiente de la exclusión
de Dios de la esfera pública. La religión, y concretamente la religión
cristiana, afecta a la vida de las personas y de los pueblos. Es una dimensión
esencial que enriquece las otras dimensiones: la cultural y la social, y
también la económica y la política. Excluir a Dios no es una buena estrategia.
Ramiro Pellitero,
Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra