Texto – Geraldo
Luiz Borges Hackman
Facultad de
Teología de la Pontificia Universidad Católica de Rio Grande do Soul (PUCRS),
Brasil (gborgesh@pucrs.br)
Desde el inicio
de la existencia de la Iglesia, Nuestra Señora ha tenido siempre un lugar
destacado en la piedad de los primeros cristianos. Y así continúa siendo hasta
nuestros días. El Documento de Puebla (1979) reconoce el lugar preeminente que
ocupa la devoción mariana en la religiosidad del pueblo latino-americano, al
afirmar que la Santísima Virgen María ha propiciado que sectores del continente
a los que no llegaba una atención pastoral directa continuaran ligados a la
Iglesia católica, dado que la piedad mariana ha sido a menudo “el vínculo
resistente que ha mantenido fieles a la Iglesia sectores que carecían de atención
pastoral adecuada” (Puebla, n. 284). Y esta importancia no deriva de ella
misma, sino que es fruto del papel que cumplió en la historia de la salvación
al convertirse en madre de Dios (Concilio de Éfeso, año 431).
Teniendo esto
en cuenta, las líneas que siguen reflexionan sobre la orientación dada a la
devoción mariana por el Concilio Ecuménico Vaticano II, así como por dos textos
del magisterio papal reciente, concretamente de los Papas Pablo VI y Juan Pablo
II.
Nuestra Señora
en el Vaticano II
La exposición
del Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965) sobre Nuestra Señora se
encuentra en el capítulo octavo de la Constitución Dogmática Lumen Gentium,
titulado La Santísima Virgen María, madre de Dios, en el misterio de Cristo y
de la Iglesia. Tal título expone claramente la intención del Concilio sobre la
Mariología: no se considera a la madre de Dios de forma aislada, como si fuese
alguien independiente en la historia de la salvación, sino dentro del misterio
de Jesucristo, su Hijo, y de la Iglesia, mostrando su orientación
cristocéntrica y eclesiológica. Aquí aparece superada tanto una interpretación
maximalista de la teología mariana que mantiene una devoción a la Virgen María
desligada del culto de la Iglesia, como otra minimalista, que deseaba disminuir
la devoción mariana en la vida de la Iglesia.
Ese capítulo no
pretendía agotar todo lo que podría decirse sobre la Virgen María, ni resolver
las controversias entre diversas tendencias de la Mariología, sino hacer una
presentación sobria y sólida, insertando a la madre de Dios en el misterio de
la salvación, del cual derivan sus prerrogativas y privilegios personales. El
propio texto del Concilio declara esta intención: “[El Concilio] se propone
explicar cuidadosamente tanto la función de la Santísima Virgen en el misterio
del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico cuanto los deberes de los hombres,
especial de los fieles” (Lumen Gentium, n. 54).
Es verdad que
el Vaticano II no supuso ningún incremento cuantitativo en la doctrina de la
Iglesia sobre Nuestra Señora, ante la negativa a definir el dogma de la
“Medianera”; pero hay un progreso cualitativo, ya que el texto favorece una
exposición mariana sobria y sólida, basada directamente en las fuentes de la
teología y entendida a la luz del misterio central y total de la Iglesia, dando
como resultado una profundización de la doctrina mariana. El texto conciliar
legitima el valor de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia, que, junto a
la Sagrada Escritura, sirven de base para un progreso de la Mariología. Por
eso, el texto del capítulo privilegia a la Virgen María a partir de una
perspectiva histórico-salvífica y deja de lado la orientación
teológico-especulativa, tal como explica el texto del capítulo: el Concilio no
tiene “la intención de proponer una doctrina completa sobre María ni resolver
las cuestiones que aún no ha dilucidado plenamente la investigación de los
teólogos” (Lumen Gentium, n. 55). En fin, el texto de este capítulo profundizó
en la comprensión de los misterios marianos y no quiso detenerse en la
exposición de cuestiones teológicas discutibles.
El Vaticano II
presenta a María como tipo ideal de la Iglesia como Virgen y Madre, porque está
íntimamente relacionada con la Iglesia en virtud de la gracia de la maternidad
y de la misión, que la une de forma privilegiada con su Hijo, y de sus virtudes
(cfr. Lumen Gentium, n. 63). Ella es la imagen ideal de la Iglesia –tipo de la
Iglesia– a causa de su fe y de su obediencia a la voluntad de Deus, que la capacitó
para realizar el designio de Dios sobre ella en la historia de la salvación.
Ella es la “nueva Eva”, en contraposición a la “antigua Eva”. María es la madre
obediente, mientras que Eva es desobediente a Dios. María generó al Hijo de
Dios, el autor de la vida nueva, mientras que el pecado entró en el mundo por
medio de Eva.
La Marialis
Cultus de Pablo VI
El 2 de febrero
de 1974 el Papa Pablo VI publicó la Exhortación Apostólica Marialis Cultus –“El
culto a la Virgen María”–, destinada a dar orientaciones sobre la recta
ordenación y el desarrollo del culto a la Santísima Virgen María, apuntando
además a una teología mariana renovada, que recupera el sentido de María para
la Iglesia. Por eso, el objetivo de la exhortación es la “recta ordenación y desarrollo
del culto a la Santísima Virgen María”, que se inserta en el culto cristiano,
como escribe el Papa: “El desarrollo, deseado por Nos, de la devoción a la
Santísima Virgen, insertada en el cauce del único culto que ‘justa y
merecidamente’ se llama ‘cristiano’ —porque en Cristo tiene su origen y
eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de Cristo conduce en el
Espíritu al Padre—, es un elemento cualificador de la genuina piedad de la
Iglesia” (Introducción).
Todavía en la
Introducción, el Papa Pablo VI recuerda los esfuerzos realizados por él mismo
para promover el culto mariano (escribió un documento específico sobre el
Rosario titulado Christi Matri Rosarii, fechado el 15 de septiembre de 1966, en
el que señalaba el día 4 de octubre, mes dedicado a la Virgen María, como Día
de Oración por la paz para pedir su intercesión por la paz mundial, y en otros
dos documentos recomienda la verdadera piedad mariana: la Exhortación
Apostólica Signum Magnum, de 13 de mayo de 1967, y la homilía pronunciada el 2
de febrero de 1965 con ocasión de la ofrenda de las velas), no sólo con “el
deseo de interpretar el sentir de la Iglesia y nuestro impulso personal, sino
también porque tal culto —como es sabido— encaja como parte nobilísima en el
contexto de aquel culto sagrado donde confluyen el culmen de la sabiduría y el
vértice de la religión y que por lo mismo constituye un deber primario del
pueblo de Dios”.
La Exhortación
Apostólica está dividida en tres partes. En la primera, Pablo VI analiza el
culto a la Virgen Santísima a partir de la dimensión litúrgica, mostrando la
relación entre liturgia y piedad mariana, abriendo así una perspectiva nueva
para el culto a la Virgen María, que no puede estar aislado de la vida
litúrgica de la Iglesia. La segunda parte da orientaciones para la renovación
de la piedad mariana al: (a) mostrar la nota trinitaria, cristológica y
eclesial del culto mariano, y (b) dar algunas orientaciones de orden bíblico,
litúrgico, ecuménico y antropológico para el culto a la Virgen María. En la
tercera parte da indicaciones acerca de los piadosos ejercicios del Angelus
Domini y del Santo Rosario. Estas tres partes del documento dan una idea bien
clara sobre la “recta ordenación” de la piedad mariana deseada por Pablo VI de
acuerdo con la orientación trazada por el capítulo octavo de la Lumen Gentium.
El Papa quiso ser fiel a esta nueva orientación y dio estas directrices para
que la Iglesia pudiera, por un lado, poner en práctica las determinaciones del
Vaticano II para la Mariología y, por otro, dar continuidad a la piedad mariana
en la Iglesia con un nuevo acento, sin minimizarla ni exagerarla.
En cuanto al
Rosario, el Papa Pablo VI quería igualmente incentivarlo, dando continuidad a
lo que hicieron sus predecesores –que dedicaron a esta práctica “vigilante
atención y premurosa solicitud” (n. 42)–, y renovarlo. Así, el Papa reafirma la
índole evangélica del Rosario (n. 44), que inserta al cristiano en la sucesión
armoniosa de los principales eventos salvíficos de la redención humana (n. 45)
y, como oración evangélica, es al mismo tiempo “una oración de orientación
profundamente cristológica” (n. 46) y favorece la contemplación que, por medio
de la forma litánica, armoniza la mente y las palabras (n. 46). Además, el
Rosario está relacionado con la Liturgia cristiana como “un vástago germinado
sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana, ‘el salterio de la Virgen’,
mediante el cual los humildes quedan asociados al ‘cántico de alabanza’ y a la
intercesión universal de la Iglesia” (n. 48).
En la
Conclusión del documento, el Papa Pablo VI reflexiona sobre el valor teológico
y pastoral del culto a la Santísima Virgen, pues “la piedad de la Iglesia hacia
la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano” por tener
raíces profundas en la Palabra revelada y, a la vez, sólidos fundamentos
dogmáticos, teniendo su suprema razón de ser en la insondable y libre voluntad
de Dios (n. 56). Como valor pastoral, el Pablo VI destaca que “la piedad hacia
la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la
gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral” (n. 57).
Por eso, “la
Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción
a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su
plenitud” (n. 57).
La Redemptoris
Mater de san Juan Pablo II
La encíclica
Redemptoris Mater, del Papa Juan Pablo II, publicada el 25 de marzo de 1987,
desea dar continuidad a la enseñanza mariana del Vaticano II y, por eso, se
sitúa en el camino abierto por el capítulo octavo de Lumen Gentium y acentúa la
presencia de María en el misterio de Cristo y en el misterio da Iglesia, pues
“María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia, que
el Señor constituyó como su Cuerpo” (n. 5). De ese modo, el Papa quiere
presentarla como la “peregrina en la fe”, que camina junto al pueblo de Dios,
unida a Jesucristo, como él mismo proclama: “En las presentes reflexiones, sin
embargo, quiero hacer referencia sobre todo a aquella ‘peregrinación de la fe’,
en la que ‘la Santísima Virgen avanzó’, manteniendo fielmente su unión con
Cristo. De esta manera aquel doble vínculo, que une la Madre de Dios a Cristo y
a la Iglesia, adquiere un significado histórico. No se trata aquí sólo de la
historia de la Virgen Madre, de su personal camino de fe y de la ‘parte mejor’ que
ella tiene en el misterio de la salvación, sino además de la historia de todo
el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte en la misma peregrinación de la
fe”.
Más allá de
esta perspectiva, este documento puede ser leído a la luz de la categoría de “presencia”.
Al exponer el sentido del año mariano que él mismo había convocado, Juan Pablo
II destaca el sentido de la presencia: “Siguiendo la línea del Concilio
Vaticano II, deseo poner de relieve la especial presencia de la Madre de Dios
en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión
fundamental que brota de la mariología del Concilio, de cuya clausura nos
separan ya más de veinte años. El Sínodo extraordinario de los Obispos, que se
ha realizado el año 1985, ha exhortado a todos a seguir fielmente el magisterio
y las indicaciones del Concilio. Se puede decir que en ellos —Concilio y
Sínodo— está contenido lo que el mismo Espíritu Santo desea ‘decir a la
Iglesia’ en la presente fase de la historia” (n. 48).
Estas dos
categorías, tanto la de “peregrinación de la fe” como la de “presencia”, se
encuentran a lo largo del documento, particularmente cuando el Juan Pablo II va
recordando toda la trayectoria de la vida de María, desde el momento de la
Anunciación hasta el nacimiento de la Iglesia, que la asocia a la historia de
la salvación. Stefano De Fiores entiende que la palabra “presencia” no aparece
en el texto conciliar mariano pero es una conclusión que resulta de las
premisas del texto conciliar y de la estructura global del capítulo octavo de
la Lumen Gentium. Para este autor, la categoría de presencia es el hilo
conductor de la encíclica, el término que conecta las demás temáticas abordadas
en los tres capítulos de la encíclica, aunque considera que la “fe de María” se
sitúa en el centro de la encíclica (De Fiores, S., Presencia. In Id. María.
Nuovissimo Dizionario, vol. 2. Bologna: EDB, 2006, 1638-1639).
El documento
está dividido en tres partes: la primera parte se titula María en el misterio
de Cristo; la segunda parte, La Madre de Dios en el centro de la Iglesia
peregrina; y la tercera parte tiene como título la Mediación materna. Así, se
percibe la continuidad con el texto mariano del Vaticano II: sitúa a María, la
madre de Dios, en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia,
incluyendo la fe como la manera en que la Virgen María vive la respuesta a la
misión de la maternidad divina recibida de Dios en su vida, convirtiéndola en
tipo o modelo de la Iglesia. El tercer capítulo, sobre la mediación de María,
ocupa un lugar relevante en la encíclica, pues el Juan Pablo II usa con
abundancia el término mediación aplicándolo a la Virgen María, en continuidad
con la doctrina anterior y, al mismo tiempo, dándole un progreso original: a
través de la mediación ella se sitúa, como madre de Dios, en el misterio de
Cristo y en el misterio de la Iglesia, se realiza efectivamente su presencia en
la vida de la Iglesia y se comprende su peregrinación de la fe.
Es esta la
perspectiva que el Papa Juan Pablo II da a la espiritualidad mariana en la
Iglesia y a su culto en la Iglesia: “Por estos motivos María ‘con razón es
honrada con especial culto por la Iglesia; ya desde los tiempos más antiguos…
es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos
sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas’. Este culto es del todo
particular: contiene en sí y expresa aquel profundo vínculo existente entre la
Madre de Cristo y la Iglesia. Como virgen y madre, María es para la Iglesia un
‘modelo perenne’. Se puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto, es
decir como modelo o, más bien como ‘figura’, María, presente en el misterio de
Cristo, está también constantemente presente en el misterio de la Iglesia. En
efecto, también la Iglesia ‘es llamada madre y virgen’, y estos nombres tienen
una profunda justificación bíblica y teológica” (n. 42).
Conclusión
A pesar de que
el Papa Benedicto XVI no ha escrito ningún texto dedicado específicamente al
tema de la Virgen María, sin embargo en la Encíclica Deus caritas est,
publicada el 25 de diciembre de 2005, dedica al final del documento un número a
la Virgen María, donde reflexiona sobre las virtudes y la vida de la Virgen
María a la luz del Magnificat. Así, destaca que ella es mujer humilde;
consciente de que contribuye a la salvación del mundo; mujer de esperanza y de
fe; su vida está tejida por la Palabra de Dios, habla y piensa con la Palabra
de Dios –“la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale
y entra con toda naturalidad”–; en fin, es mujer que ama (Deus Caritas est, n.
41).
Concluimos
estas líneas con la misma oración con que Benedicto XVI termina su encíclica:
“Santa María, Madre de Dios, tú has dado al mundo la verdadera luz, Jesús, tu
Hijo, el Hijo de Dios. Te has entregado por completo a la llamada de Dios y te
has convertido así en fuente de la bondad que mana de Él. Muéstranos a Jesús.
Guíanos hacia Él. Enséñanos a conocerlo y amarlo, para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces de un verdadero amor y ser fuentes de agua viva en
medio de un mundo sediento” (Deus Caritas est, n. 42).