Corría el aciago año de 1867,
una virulenta peste de cólera morbus - tal vez la más desastrosa de las tres
que hubo en el siglo XIX- azotaba Nicaragua entera. Era el mes de marzo, en
plena cuaresma, y el llanto y el horror de quienes miraban morir resignados a
sus deudos era la escena común en el campo y la ciudad. Los difuntos se
contaban por cientos y sus cadáveres eran transportados en lúgubres carretas de
tardos y mansos bueyes a enterrarse en fosas comunes abiertas ex profeso en los
recién fundados cementerios, apenas cubiertos por sábanas blancas que les
servían de humildes mortajas.
En vísperas de la semana santa
de ese año. la epidemia mermó un poco. El subprefecto del distrito de Masaya
José Dolores Martínez, temiendo un repunte de aquella peste dispuso según se
lee en documento oficial de la época, y habiendo " oído el dictamen de los
médicos como también el de personas de sensatez y sabia razón ", prohibir
" las reuniones de semana santa, al sol y al sereno ", lo mismo que
el consumo de refrescos, chichas y comidas, que se " reparten en tales
días y en el de San Lázaro ". El incumplimiento de la normativa se pagaba
con cárcel hasta por veinte días.
El señor cura párroco y
vicario de Masaya, el Pbro. Don José Ignacio Alegría, estuvo de acuerdo con la
medida, donde se permitía únicamente a la población asistir a "los divinos
oficios dentro de la iglesia ". Dicho decreto fue promulgado el 6 de abril
de 1867.
Este es el único testimonio
escrito hasta la fecha donde se conoce la suspensión de las manifestaciones de
fe y piedad en una ciudad de Nicaragua a causa de una peste.
Escrito por: Alexander Moncada
Gómez
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