Es
común relacionar los comienzos de la Doctrina Social de la Iglesia con los
nuevos problemas nacidos de la industrialización en el marco más amplio de
los cambios que están en la génesis de la sociedad moderna. Pero las relaciones
de la Doctrina Social con la industrialización y con la modernidad tienen
sentido y alcance muy diferente que conviene distinguir: porque es ahí
donde radica una de las principales claves para entender las posibilidades y
las limitaciones de la Doctrina Social de la Iglesia.
La
industrialización
La
industrialización es, en sí misma considerada, un fenómeno técnico, pero con
fuertes connotaciones económicas y sociales. La revolución industrial hubiera
sido impensable sin el desarrollo del capitalismo, el cual a su vez se
desarrolló, en su primera etapa, bajo la inspiración y el impulso de la
ideología liberal.
La convergencia de todos estos factores
explica las profundas transformaciones que se van consolidando en Europa desde
mediados del siglo XVIII. El rápido crecimiento económico va unido a amplios
movimientos de población desde el campo hacia los grandes centros urbanos industriales,
donde se va formando una nueva clase obrera que acude en busca de mejores
condiciones de vida.
Esta afluencia masiva de mano de obra, en
cantidad muy superior a lo que puede absorber la industria naciente, se
une a la fiebre de ganancia económica típica del capitalismo liberal: todo
ello da lugar a una explotación alarmante de esta nueva clase obrera
industrial, que se hunde progresivamente en una situación de miseria extrema y
de malestar creciente.
Ahí
queda descrito en sus rasgos más relevantes lo que se conocerá como
la cuestión social. Esta situación nueva suscita una fuerte inquietud
en toda la sociedad, especialmente en los sectores más acomodados. La Iglesia,
por su parte, tampoco permanece indiferente ante un cambio tan sustancial
de las condiciones sociales. Es ahí donde nace la Doctrina Social de la
Iglesia, como un esfuerzo para dar respuesta a los nuevos problemas de
esta sociedad emergente. El primer gran documento de la Doctrina Social (la
encíclica Rerum novarum de León XIII, publicado en 1891) es una
excelente muestra de esta preocupación que invade a la Iglesia en Europa y
en los restantes países industrializados.
Que el
primer gran documento social de la Iglesia no se publicara hasta 1891 puede
interpretarse como signo de su retraso en reaccionar ante esta nueva
problemática. Este retraso podría explicarse por el retraso de la
industrialización en Italia, con respecto a Inglaterra o Centro-europa. Pero no
debe interpretarse como ausencia total de reacción, porque el siglo XIX es
fecundo en iniciativas eclesiales como respuesta a la cuestión social.
El catolicismo social englobaría ese conjunto de iniciativas, sin las
cuales no hubiera sido posible la Rerum novarum.
Esta interrelación
entre la vida de la Iglesia y sus documentos oficiales debe ser siempre
destacada para captar mejor el alcance de los textos mismos. El nacimiento de
la Doctrina Social de la Iglesia puede interpretarse también como el
reconocimiento de la insuficiencia de la moral tradicional para responder a
estos problemas nuevos. Este es otro dato esencial para explicar por qué nace
esta nueva corriente de pensamiento sin apenas conexión con esa otra tradición
rica en contenido cuyos frutos se habían venido recogiendo en los manuales
clásicos de moral, dentro de lo que se llamaban los tratados sobre la
justicia o sobre el séptimo mandamiento (De iustitia o De
séptimo precepto).
Si se
intenta buscar una razón a esta insuficiencia de los tratados más tradicionales
habría que señalar, en primer lugar, el carácter individual de la moral
contenida en éstos. Una moral entendida casi exclusivamente desde la relación
entre individuos es incapaz de captar lo que son los fenómenos sociales,
objeto preferente de las modernas ciencias sociales. El concepto de
justicia social, que se va elaborando en este nuevo contexto, y su
dificultad para integrarse en las formas de justicia desarrolladas en esos
tratados (general y particular; conmutativa y distributiva), confirma esta
falta de adecuación entre la tradición precedente y las necesidades de estos
tiempos nuevos.
Toda
esta problemática vinculada a la industrialización y sus consecuencias sociales
explica, por consiguiente, el origen y desarrollo de este nuevo cuerpo de
doctrina que, con el tiempo, se llamaría Doctrina Social de la Iglesia.
Este conjunto de circunstancias explica también su limitación geográfica:
la Doctrina Social nace y se desarrolla durante décadas (hasta pasada la
mitad del siglo XX, como veremos) en estrecha vinculación al mundo occidental
industrializado; los problemas específicos del resto del planeta, por su
parte, están fuera de su horizonte de preocupaciones.
Pero
la industrialización sola no es suficiente para entender la Doctrina Social de
la Iglesia y sus aspectos más profundos e interesantes. Es preciso recurrir a
un fenómeno de más amplitud, cual es todo el movimiento de la modernidad.
Las
difíciles relaciones de la sociedad moderna con la Iglesia y su eco en la
Doctrina Social
La
Doctrina Social nace en una Iglesia convencida de mantener en la sociedad el
papel que ha venido representando en toda la época de la cristiandad.
Según esta convicción, la clave para explicar los graves problemas del momento
remite siempre a la descristianización de la sociedad y a su progresivo
distanciamiento de las directrices de la Iglesia. Independientemente de la
pertinencia de sus respuestas concretas a los problemas sociales nuevos
mencionados, va tomando cuerpo una cuestión de orden diferente, que condiciona
todas sus intervenciones en este terreno: ¿cuál es el título que exhibe la
Iglesia para que sus orientaciones tengan que ser atendidas por la
sociedad como procedentes de una autoridad que no admite ser cuestionada?
En la
sociedad antigua esta pregunta tenía tan fácil respuesta, que normalmente ni
siquiera se formulaba. Porque lo religioso era factor estructurante de
toda la sociedad y a la autoridad religiosa se la reconocía como competente
para establecer los criterios morales de comportamiento para todos los
ciudadanos. Aunque dejaba la organización concreta del orden temporal al poder
civil, mantenía una cierta prevalencia sobre él, que se hacía efectiva en
caso de discrepancia entre ambos y se justificaba por la superioridad de lo
espiritual sobre lo temporal.
Evidentemente
la modernidad significa la puesta en cuestión desde sus raíces mismas de este
orden de cosas. La mentalidad moderna supone un giro antropológico decisivo: la
razón humana se emancipa de la tutela de lo religioso hasta conquistar su
autonomía propia. La sociedad moderna, por su parte, se libera
también de la autoridad de la religión y concentra en el poder secular toda la
responsabilidad de garantizar una convivencia pacífica. Los presupuestos sobre
los que se construye la sociedad moderna son, como se ve, radicalmente
distintos de los de la sociedad antigua.
Pero
este cambio radical lo vive la Iglesia como la fuente de destrucción más
absoluta para la sociedad misma; y, al mismo tiempo también, como un atentado
intolerable contra unos derechos que le habían sido secularmente reconocidos.
El entendimiento entre la Iglesia y la sociedad en la época moderna se hace
extremadamente difícil, en algunos momentos prácticamente imposible. Es tan
abismal la distancia entre los presupuestos de cada parte que el siglo XIX
asiste a un desencuentro casi permanente entre Iglesia y sociedad. La Iglesia
sigue reivindicando cosas que la sociedad está cada vez menos dispuesta a
aceptar. El tema de la libertad y sus consecuencias sobre la organización
de la sociedad y la política constituye quizás el núcleo central de las
discrepancias: y precisamente la libertad humana es la base de los derechos
humanos, cuyo reconocimiento es uno de los principales motivos de orgullo
de la cultura moderna. Todos los datos contribuyen a explicar la magnitud de
este desencuentro.
Sobre
este telón de fondo es fácil percibir que el mensaje que la Iglesia quisiera
transmitir a la sociedad sobre los problemas sociales, por muy acertado
que fuera en sí, quedaba debilitado de antemano por la resistencia casi
invencible de muchos contemporáneos a admitir la autoridad de la que
procedía.
Este
desencuentro condiciona las posibilidades de la Doctrina Social desde sus
orígenes hasta que la situación logre desbloquearse. ¿Cuándo ocurrirá eso?
De una forma sustancial y con carácter oficial, sólo con el Concilio
Vaticano II. Por eso el Concilio constituye un hito esencial para la
Doctrina Social de la Iglesia, y no tanto por la novedad de los temas que
aborda cuanto por el nuevo enfoque que asume sobre las relaciones de la
Iglesia con la sociedad moderna.
Más
allá de los documentos que se aprobaron en el curso de sus sesiones, el
Concilio debe ser entendido e interpretado como un acontecimiento histórico,
sin duda el más trascendental de la historia moderna para la Iglesia. Porque es
el momento del reencuentro. Aunque los acercamientos se habían ido
produciendo a lo largo de todo el siglo XX, de forma más bien fragmentaria
o parcial y por iniciativa de muchas instancias eclesiales, faltaba un momento
solemne en que dicho reencuentro se plasmara. Ese momento sólo llegó con el
Concilio: y está constituido, no tanto por sus documentos, cuanto por la
experiencia viva de lo que significó el acontecimiento conciliar, para los
que participaron directamente en él, pero también para (casi) toda una
Iglesia que asistía gozosa y esperanzada al comienzo de una era nueva.
La
principal consecuencia del acontecimiento conciliar fue la renovación de la
eclesiología. Para ello bastó volver a las fuentes más antiguas de la tradición
y recuperar dos conceptos esenciales, que constituyen los ejes de este nuevo
modelo de Iglesia, tan antiguo como idóneo para responder a los retos de la
modernidad: el pueblo de Dios (eclesiología de comunión) y
el misterio y sacramento de salvación (eclesiología de la misión). La
toma de conciencia de la misión como núcleo de la Iglesia y como tarea de
todos sus miembros en virtud de la vocación cristiana y de los sacramentos
de la iniciación es la base para un nuevo enfoque de la Doctrina Social.
Evidentemente
en estas páginas introductorias no se pretende entrar en un estudio detenido de
la eclesiología del Vaticano II. Pero sí es oportuno dejar constancia de
su importancia para la Doctrina Social. Puede decirse que en ésta se puede
distinguir un “antes” y un “después”: el punto de inflexión es la nueva
forma de entender las relaciones de la Iglesia con la sociedad moderna
implícita en esa eclesiología y, por tanto, el lugar que le corresponde en
dicha sociedad.
La
Iglesia no renuncia a su misión (¡evidentemente!), pero reconoce que tiene que
realizarla de una forma diferente: no desde una autoridad que nadie discutiría,
sino desde el testimonio de su vida y desde el compromiso de transformación de
la realidad que abren el camino para el anuncio explícito del mensaje de
salvación ofrecido por Dios al mundo en la persona de Jesucristo. La
Iglesia no renuncia a la autoridad, pero deja de concebirla como un poder
coactivo para entenderla como verdadera autoridad moral que hay que conquistar:
y la conquistará en la medida en que su presencia, no sólo su palabra, sea
creíble para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Esta presencia es,
además, una presencia, no sólo ni principalmente institucional, sino
personal: se realiza en múltiples presencias de los creyentes en todos los
ámbitos de la vida social. La Iglesia como levadura en la masa es la mejor
imagen evangélica del concepto conciliar de sacramento de salvación. El
protagonismo de los laicos se entiende desde aquí en su verdadero sentido:
no se justifica en primer lugar por razones de eficacia estratégica o de necesidad
de aumentar el número de efectivos en acción, sino que es la consecuencia
de una eclesiología del pueblo de Dios, donde todos y cada uno de los
creyentes son llamados para ser testigos de Dios en medio del mundo.
Y para
los que pensaron, o piensan, que esto es ir demasiado lejos o renunciar a
demasiadas cosas, quizás cabría recordar que esta nueva situación de la
Iglesia en nuestro tiempo tiene más puntos de coincidencia con lo que fue la
Iglesia de los primeros tiempos que con la Iglesia de cristiandad, a la que
tanto costó renunciar.
Tan
importantes son estos cambios que no pocos pensaron que el Concilio había
supuesto el final de la Doctrina Social de la Iglesia porque los presupuestos
desde los que se había elaborado ésta habían perdido toda su vigencia. Sabemos
que el Vaticano II eludió positivamente el uso del término. Y también
Pablo VI, que prefirió otros más flexibles, como “enseñanza social” o
“enseñanzas sociales”. Juan Pablo II, en cambio, desde los comienzos
mismos de su pontificado volvió a él: suele citarse el discurso que tuvo
en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla) como
el momento de esta cierta restauración. Pero no puede deducirse de ello
que se haya vuelto a los planteamientos anteriores al Concilio. De este
modo la cuestión terminológica pierde importancia mientras que se confirma el
nuevo enfoque que nace del Concilio y que se va consolidando en los
pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II.
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